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12/11/2006

La muerte de un asesino



La muerte de Augusto Pinochet ha llenado de júbilo en los cinco continentes a todos los que, en alguna medida, estimamos valores como la libertad o la dignidad del ser humano. Pinochet forma parte de ese elenco de personajes de la historia que logran aunar contra sí un desprecio y un odio generalizado, para lo cual han hecho copiosos méritos a lo largo de su trayectoria pública. Su irrupción al primer plano de la vida política chilena, a través del golpe de Estado de 1973, significó el comienzo de una etapa de crímenes de Estado: asesinatos, torturas, desapariciones; cárcel, persecución, exilio; silencio, miedo, dolor y muerte. ¿Cómo puede un personaje resumir sobre sí tantos términos miserables?; ¿Cómo puede un alma albergar tanta maldad?.

“La muerte le ganó a la justicia”, ha declarado Mario Benedetti. Junto al júbilo, otro sentimiento impera en estos momentos: el de no poder haber visto al dictador siendo efectivamente procesado por todos y cada uno de sus crímenes; el de que la impunidad prevalezca sobre la justicia, aunque sea la justicia de los tribunales ordinarios del Estado. Hay también desazón, desaliento, por ver cómo alguien puede dejar el poder, como hizo Pinochet, y que pueda pasearse y viajar después tranquilamente, y recibir homenajes de los suyos, y reírse sobre tanto dolor y sobre tanta víctima.

Pero Pinochet no subió solo y sin ayuda al poder en Chile. Es de sobra conocida la participación estadounidense en la preparación del golpe. Nixon, Kissinger, la CIA... Más impunidades que sumar a las de los militares chilenos. Es la chulería del imperio, que sigue campando a sus anchas por el orbe, invadiendo, provocando guerras, generando más muertes por doquier. Y también hubo muchos más militares junto al dictador, y policías torturadores. Son los ejecutores de aquellas funestas operaciones de espantoso nombre: ‘Operación Cóndor’; ‘Caravana de la Muerte’... ¿Cuántos de ellos siguen en la impunidad?, ¿cuántos de ellos siguen riendo sobre las tumbas, ante las fotografías de los desaparecidos, ante el llanto de las madres y hermanos?. Otrosí: la derecha chilena, los prebostes del gran capital del país andino. Otrosí: la jerarquía de la Iglesia católica: silenciosa, otorgante, anuente –Karol Wojtyla sonriente, acogedor.

No consintamos el olvido, la mano que pasa sin señalar, el silencio. Que sigan en la memoria, y encuentren la merecida justicia, todos los asesinados en poblados, descampados o arrojados desde un avión al fondo del Pacífico o a una montaña cualquiera; los torturados en cárceles y comisarías; los desaparecidos; los que padecieron exilio; los que hubieron de esconderse; todos los que, en alguna medida, sufrieron; todos los que, aún hoy, siguen penando por sus seres queridos, por el recuerdo atormentado de su pasado.

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